GALTXAGORRI

'CALZAS ROJAS'

  1. LOS GALTXAGORRIS
  2. LAS MOSCAS DE MENDIONDO
  3. EL CASERO Y LOS GALTXAGORRIS


1. Los Galtxagorris

En Añes de Araba vivía un hombre que era tenido por brujo. Su casa estaba un poco apartada del pueblo y nadie se acercaba por allí, a menos que tuviese una buena razón para hacerlo. Todo el mundo lo temía, pues era capaz de acabar con una buena cosecha o de desaparecer durante varios días y volver con pócimas y objetos mágicos de los países más lejanos.

Durante muchos años, los habitantes de Añes y el brujo vivieron en paz, pero, con el tiempo, el brujo se convirtió en una persona ambiciosa y desagradable. Empezó a exigir más y más cosas. Si veía un caballo que le gustaba, se lo pedía al dueño, amenazándole con matar a todos los animales de su cuadra si se negaba; otro día era un jamón; otro, un par de ocas o una barrica de buen vino. Los habitantes del pueblo soportaban su tiranía porque no convenía hacerlo enfadar, pero cada vez era más difícil tenerlo contento.

—Tenemos que hacer algo... —comentaban.

—¡Hay que acabar con ese brujo! —decían unos.

—¿Y quién va a ser el valiente? —respondían otros.

Un día, el temido brujo decidió casarse. Mandó recado al alcalde diciéndole que quería una esposa, y que le preparase una muchacha para el día siguiente. En caso de no cumplir sus deseos, destruiría el pueblo. El alcalde no tuvo más remedio que seguir las órdenes y eligió a Grazia, una chica alegre y lista que no estaba dispuesta a casarse con el brujo, pero tampoco quería que les ocurriera nada a sus vecinos.

No sabiendo cómo solucionar el problema, aquella noche la muchacha se acercó a la casa del brujo y se puso a mirar por la ventana. El brujo estaba haciendo una de sus mezclas mágicas. Echaba hierbas y polvos en una gran olla y luego lo revolvía todo con un palo largo. Estuvo así durante mucho rato, pero cuando quiso retirar la olla del fuego, no pudo hacerlo porque era muy pesada. Entonces cogió una hoz que había encima de la mesa, soltó el mango y de su interior salieron cuatro hombrecillos vestidos de rojo que se pusieron a dar saltos mientras decían:

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué quieres que hagamos?

—Retirad la olla del fuego —les ordenó el brujo.

Ante el asombro de Grazia, que seguía mirando por la ventana, los cuatro enanillos cogieron la enorme olla y la retiraron del fuego.

—¿Y ahora? ¿Qué quieres que hagamos? —volvieron a preguntar.

El brujo extendió su mano y los cuatro se subieron a su palma.

—Ahora nada, queriditos. No sé lo que haría sin vosotros... Si supieran en el pueblo que vosotros sois mi magia... Ja, ja, ja —rió el brujo—. ¡Pero nunca lo sabrán! Si mañana no me han buscado una novia, os mandaré para que destruyáis las casas, queméis los campos y matéis a todos los animales. Y ahora, meteos en el mango de la hoz.

Así lo hicieron los cuatro geniecillos, y el brujo enroscó de nuevo el mango a la cuchilla. Luego, apagó la luz y se fue a dormir.

Grazia esperó mucho tiempo quieta, sentada debajo de la ventana, pensando. Decidió robar la hoz y, con mucho cuidado, abrió la ventana y se metió en la casa. Se acercó a la mesa y cogió la hoz. Entonces, los geniecillos empezaron a gritar:

—¡Amo! ¿Eres tú? ¿Qué quieres que hagamos?

Grazia salió corriendo de la casa con la hoz en la mano, pero el ruido que hizo y los gritos de los geniecillos despertaron al brujo, que, al darse cuenta de lo que ocurría, saltó de la cama y empezó a perseguirla. La muchacha corría y corría, pero el brujo corría más deprisa.

—¡Devuélveme la hoz! —gritaba.

Grazia, desesperada, veía cómo el brujo estaba cada vez más cerca y, cuando éste ya estaba a punto de alcanzarla, se detuvo en seco y con todas sus fuerzas lanzó la hoz que fue a caer al camino de piedra. La hoz rebotó tres veces y el mango se rompió. Al instante salieron los cuatro geniecillos y desaparecieron de la vista dando saltos de alegría.

El brujo se detuvo. Empezaba a amanecer.

—¿Qué has hecho? —preguntó con una voz muy débil.

Grazia se giró para mirarle. ¿Era cierto lo que estaba viendo?

¡El brujo estaba desapareciendo! En pocos segundos, sólo quedó de él la túnica tirada en el suelo. La joven fue corriendo hasta el pueblo y contó lo ocurrido. Se formó una cuadrilla para ir a investigar, pero, cuando llegaron al lugar, no encontraron nada, ni siquiera la casa.

Durante muchos años, los habitantes de Añes intentaron apoderarse de los cuatro geniecillos, dejando un mango de hoz encima de un arbusto en la noche de la víspera de San Juan. Pero, que nosotros sepamos, nadie lo ha conseguido todavía.

Martinez de Lezea, Toti - Leyendas de Euskal Herria. Araba.

2. LAS MOSCAS DE MENDIONDO

En otras leyendas hemos visto cómo los galtxagorriak, los duendes vestidos de rojo, hacían las labores del caserío y, al final, el casero tenía que encargarles algo imposible de realizar para lograr que se marcharan.

En este caso ocurre lo mismo, pero las protagonistas son moscas, lo cual no deja de ser curioso, ya que apenas se menciona a estos insectos en las leyendas y cuentos vascos.

Esta narración se recoge en el libro «Contes populaires et legèndes du Pays Basque», editado por Les Presses de la Renaissance.

En el caserío de Mendiondo, en una pequeña aldea de Behenafarroa, vivía un amo que era muy perezoso y, sin embargo, la siembra de los campos, el ordeño de las vacas, la recogida de la manzana y demás labores de su caserío eran las primeras en acabarse, mucho antes que las de sus vecinos.

Una mañana, en menos de una hora, el prado había sido segado; otro día, en menos tiempo de lo que tarda en hervir la leche, había sido recogida toda la hierba y almacenada en el pajar. Sus vecinos estaban muy asombrados, pues no se veía a nadie trabajando en aquel lugar.

La mujer del amo de Mendiondo también sospechaba que hubiese algo de magia en tal asunto, pero cada vez que intentaba averiguar lo que ocurría, su marido le respondía que él trabajaba cuando ella dormía.

Un buen día, la mujer observó que su marido escondía algo entre unas zarzas y luego se iba al pueblo. En cuanto hubo desaparecido de la vista, la mujer fue a los arbustos y encontró el objeto escondido: una pequeña caja de madera, pintada de rojo. La abrió y de ella salieron diez moscas que empezaron a revolotear a su alrededor diciendo:

—¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?

La mujer, no sabiendo qué hacer, les dijo:

—¡Volved a la caja!

Y en el mismo momento, las moscas se metieron de nuevo en la caja.

Cuando su marido regresó del pueblo, ella le preguntó una y otra vez sobre el misterio de las moscas habladoras, hasta que, finalmente, el hombre confesó que eran ellas las que hacían los trabajos, y que bastaba con decirles lo que tenían que hacer para que lo hicieran.

Más contenta que unas pascuas, la mujer probó, y resultó que lo que le había dicho su marido era cierto. Durante algún tiempo hizo que las moscas realizaran las tareas de la casa, pero un día se cansó de ellas porque ya no querían meterse en la caja y no paraban de decir:

—¡Trabajo! ¡Trabajo! ¡Trabajo!

Así que fue a buscar a su marido y le dijo que tenían que deshacerse de aquellas moscas embrujadas, porque al final iban a darles un disgusto.

—Estoy de acuerdo contigo —le respondió el marido—, pero, antes, tendremos que pagarles un salario por su trabajo.

—Hay diez ocas en lo alto de la casa, dales una a cada una —respondió la mujer después de pensárselo un poco.

El hombre fue a hablar con las moscas y les dijo que, en pago a lo bien que habían trabajado, quería darles una oca a cada una.

En el mismo instante, las ocas salieron volando por los aires en medio de un gran griterío, y las moscas de Mendiondo no volvieron a aparecer por allí nunca más, aunque, a partir de entonces, el amo del caserío tuvo que trabajar como todos sus vecinos.


Martinez de Lezea, Toti - Leyendas de Euskal Herria

3. Los Galtxagorris y el casero

Zarautz, Gipuzkoa

Galtxagorriak, los pequeños genios de calzones rojos, viven en un alfiletero en número de cuatro. Tienen una fuerza extraordinaria que emplean al servicio de su dueño. En algunas zonas de Euskal Herria también se les llama familiarrak o mamarroak.

Entre las diversas formas utilizadas para conseguir unos cuantos galtxagorris, J. M. de Barandiaran señala que en Zarautz se creía que podían comprarse en una tienda de Baiona y que, en el mismo lugar, un boyero apostó a que sus bueyes arrastrarían la piedra de pruebas más lejos que los demás y, al ver que sus animales flaqueaban, colocó el alfiletero en el yugo y ganó la apuesta.

En Zarautz, un pueblo situado en la costa de Gipuzkoa, vivía un hombre, pobre como una rata y con muy mala fortuna, pues fracasaba en todo lo que emprendía. Si plantaba tomates, llovía y se pudrían; si compraba una hermosa vaca, enfermaba y moría; la novia con la que iba a casarse lo dejó plantado para casarse con otro..., y así continuamente.

Desesperado y sin saber qué hacer para desterrar su mala suerte, fue a ver a una vieja que vivía en una chabola a las afueras del pueblo y que, según opinión popular, era bruja o poco le faltaba para serlo, pues se le atribuían poderes ocultos capaces de obrar mil maravillas. Nuestro hombre, al que llamaremos Peio, le contó sus penas, y la vieja mujer le recomendó que fuese a Baiona y comprase en una tienda muy especial un alfiletero con cuatro galtxagorris que harían que su vida cambiara.

Peio emprendió el viaje ese mismo día y, al llegar a Baiona, buscó la tienda y pagó media onza de oro por uno de los alfileteros mágicos. El vendedor le recomendó que tuviera a los pequeños genios siempre ocupados en alguna labor, pues, sin trabajo, los galtxagorris se volvían muy molestos.

Regresó el hombre a Zarautz y comenzó a probar los poderes de los diminutos personajes vestidos con calzones rojos. Primero les ordenó sembrar el campo, y así lo hicieron. Antes de que Peio se hubiera dado cuenta, habían acabado el trabajo, y estaban pidiendo más.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntaron.

Les ordenó podar los árboles, y en un plis-plas podaron todos los manzanos.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntaron de nuevo.

Peio les ordenó arreglar el tejado y también las paredes, abrir un pozo, cortar leña, reunir el ganado, moler el trigo, ordeñar las vacas y hacer quesos.

Antes de acabar el día, los pequeños genios habían realizado todos los trabajos del caserío.

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué quieres que hagamos?

Repetían sin cesar su pregunta, pero Peio ya no sabía qué más encargarles. Daba vueltas y vueltas al problema, pero no se le ocurría nada. Entonces, los cuatro galtxagorris comenzaron a trabajar al revés: sacaron todas las semillas que habían sembrado, colocaron de nuevo las ramas en los árboles, quitaron todas las tejas del tejado, taparon el pozo, juntaron la leña en troncos, dispersaron el ganado y se bebieron la leche.

El hombre estaba desesperado, no sabiendo cómo detenerlos. Finalmente, los llamó.

—¡Eh! ¡Ahora quiero que me traigáis agua en esto!—les ordenó, dándoles un cedazo para pasar la harina.

Los galtxagorris intentaron cumplir la orden, pero el agua se escapaba por los agujeros.

—Nos has ordenado algo que no podemos hacer —le dijeron al cabo de varias intentonas—, por lo tanto nos vamos, y no nos volverás a ver.

Dicho lo cual desaparecieron, y Peio llegó a la conclusión de que era mejor seguir con su mala suerte que estar dando órdenes el resto de su vida.

Martinez de Lezea, Toti - Leyendas de Euskal Herria